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La selección de los jueces es una de las cuestiones más controvertidas en la definición de los sistemas judiciales de cualquier país y ha recibido respuestas muy dispares, en función de la tradición jurídica de cada nación y de su confianza en la rectitud de los llamados a resolver los conflictos de los ciudadanos. Las sociedades siempre han estimado más el compromiso independiente e imparcial de los jueces con su función que el procedimiento concreto de elección o designación. Sin embargo, la relación entre la independencia judicial y el sistema de selección de jueces, cuando es sometida a cambios súbitos, sin justificación de mejoras y con la certeza de perseguir finalidades espurias, acaba convertida en la medida definitiva de la calidad de un Estado de derecho.
México afronta una enmienda constitucional que somete toda su judicatura, desde la Corte Suprema a los juzgados locales, a un sistema de elección popular. Tras la aprobación de la reforma por el Senado –con el voto de un parlamentario tránsfuga del derechista Partido de Acción Nacional–, el texto debe ser refrendado por los diecisiete congresos estatales, lo que el partido de López Obrador tiene asegurado. Suele repetirse acríticamente que la mejor manera de legitimar a los jueces frente a los ciudadanos es que sean elegidos por estos directamente. Hay ejemplos, no siempre bien utilizados, de este sistema, como las justicias estatales de EE.UU. Pero suelen olvidarse las innumerables contraindicaciones del sistema electoral de selección de jueces, empezando por el partidismo al que se obliga todo candidato a cargo judicial para lograr la mayoría de votos. Tampoco garantiza que sean elegidas personas con vocación de servicio público, ni cabalmente formadas en Derecho.

En el caso de la reforma del sistema judicial mexicano, la propuesta tiene todos los signos del populismo más rancio, ese que ve en la justicia profesional una creación de la burguesía dominante para la protección de sus privilegios y una herramienta de opresión del pueblo. Discursos como este se oyen también en España, porque el populismo de izquierda tiene elementos comunes, claramente antidemocráticos, como lo es la aspiración de una justicia popular que deba su existencia a las mayorías que la elige y no a las leyes que debe aplicar. La judicatura mexicana se ha unido en una protesta continua y firme contra esta reforma, no solo porque implica su desmantelamiento, sino porque, en un país sometido a una guerra abierta con el narcotráfico, entrega la selección de muchos jueces al poder territorial de los cárteles de la droga. Con más de 30.000 asesinatos al año y con amplias zonas del país donde el Estado no puede garantizar su poder, la reforma constitucional que somete la selección de jueces al voto popular es algo más que una temeridad. Es un plan para anular el contrapoder jurisdiccional del Estado, en lo mucho o poco que pudieran actualmente ejercerlo los magistrados mexicanos. No es verosímil que los legisladores de este país no hayan calibrado con realismo lo que supone provocar cientos de procesos electorales para cubrir las vacantes judiciales en todo el país. La última campaña electoral en México ha sido la más violenta de su historia con casi cuarenta candidatos asesinados. ¿Imaginan a los jueces haciendo campaña en esas condiciones?
Legislar es un ejercicio de responsabilidad con el interés general de cada país, más que la oportunidad para imponer a toda costa el programa partidista del vencedor de las elecciones. El populismo de López Obrador, secundado por su sucesora en la presidencia, Claudia Sheinbaum, arroja sobre el futuro de los mexicanos el riesgo de la desaparición del Estado de derecho.

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