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De un extremo al otro de Argentina, estudiantes y profesores universitarios protagonizan el principal foco de resistencia al ajuste del Gobierno de Javier Milei. Huelgas, ocupaciones de edificios, marchas y clases públicas se reprodujeron durante la última semana y se prevé que continuarán en la que viene, en reclamo de más fondos para la educación superior y mejores salarios para los profesores. Milei ha sostenido que no va a ceder y que seguirá priorizando el superávit fiscal. Mientras, el presidente ha redoblado sus ataques contra las universidades públicas. Después de considerarlas centros de adoctrinamiento político e ideológico y de acusar a sus autoridades de malversar recursos, entre otras cosas, ha dicho que excluyen a los sectores sociales más pobres. Pero los datos oficiales lo desmienten: más del 40% de los estudiantes de universidades públicas provienen de hogares pobres, un porcentaje que se duplicó en menos de 30 años.“El mejor sistema educativo posible es uno donde cada argentino pague por sus servicios”, decía Milei el año pasado, todavía en campaña electoral. Ahora, en cambio, asegura que “la universidad pública y no arancelada no está en discusión” (aunque también ha dicho que él es “el topo que destruye al Estado desde adentro”). Pero, en defensa del recorte de fondos a las universidades, que a septiembre implicaba una caída real del 30,2% respecto del año pasado, Milei repite que en las casas de estudios hay “delincuentes” y “chorros” que malgastan el dinero. El fin de semana pasado, añadió otro argumento: “En un país donde la gran mayoría de los niños son pobres y no saben leer, escribir ni realizar una operación matemática básica, el mito de la universidad gratuita se convierte en un subsidio de los pobres hacia los ricos, cuyos hijos son los únicos que llegan a la universidad”, dijo Milei en el Palacio Libertad. Fue después de que vetara una ley aprobada por el Congreso para actualizar el presupuesto universitario, la medida que desencadenó el actual conflicto con la comunidad académica.Las afirmaciones del presidente ultra chocan con la realidad. En un país donde el 52,9% de la población está debajo de la línea de la pobreza, la información oficial del Instituto de Estadísticas y Censos (Indec) indica que el sistema universitario público, donde estudian dos millones de personas, tiene un 42,6% de los alumnos pobres. El dato corresponde al semestre octubre de 2023 a marzo 2024 y fue elaborado, a partir de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), por el economista Leopoldo Tornarolli, director del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Universidad Nacional de La Plata).Otros estudios confirman el dato. Un informe del Laboratorio de Políticas Educativas (Universidad Nacional de Hurlingham), publicado en julio pasado, detalla que “la participación [en el sistema universitario] de los jóvenes pertenecientes al 40% de los hogares de menores recursos se duplicó” en las últimas décadas, “pasando de representar el 18% de los estudiantes en 1996 al 42% en 2023″. El mismo trabajo, basado también en cifras oficiales del Indec, señala que el crecimiento más pronunciado se observa entre los jóvenes provenientes de familias que pertenecen al 20% con menores ingresos: “La participación de este estrato se incrementó del 7,3% en 1996 al 18,4% en 2023, un aumento sustancial del 152%”.“Un mundo nuevo”Sofía Servián, de 26 años, se crió y aún vive en un barrio marginal del municipio bonaerense de Quilmes, en el extrarradio de la ciudad de Buenos Aires. “La mayoría de las mujeres de mi familia eran o son empleadas domésticas o amas de casa, no han terminado la escuela secundaria ni han tenido un empleo formal. La mayoría de los hombres de mi edad se la pasan entrando y saliendo de estar detenidos”, cuenta. Pese a un contexto que ella define como “bastante complejo”, siempre tuvo la idea de ir a la universidad. “Sentía que una profesión me iba a dar independencia. Quería hacer algo más, no repetir simplemente el patrón de ser ama de casa, tener hijos”, dice. Se anotó en la Universidad de Buenos Aires (UBA), primero para cursar Historia, luego se pasó a Antropología. El viaje hasta la facultad era largo y caro: cuatro ómnibus por día, dos horas de viaje para ir y dos para volver.“En la universidad me encontré con un mundo nuevo. Con compañeros que tenían otro nivel económico. Entraba en la biblioteca y todos tenían su computadora, yo no. Mis compañeros hablaban de vacaciones, de viajes”. El primer año, recuerda, fue muy difícil. “Fue como chocar con una pared. El nivel educativo es otro. Los textos me parecían larguísimos y no los entendía. Ahora me doy cuenta de que no tenía comprensión lectora. Tenía que leer con el diccionario al lado”.Al principio, una beca del Estado, del programa Progresar, le alcanzaba para pagar el transporte y parte de los apuntes. Cuando estaba buscando trabajo, conoció al sociólogo Javier Auyero y comenzó a investigar con él: “El trabajo que hicimos duró 4 o 5 años y fue remunerado, así que pude seguir con la carrera”. Fruto de ese trabajo es el libro Cómo hacen los pobres para sobrevivir. Sofía cree que “si hubiera tenido que hacer un trabajo con otro tipo de horarios, seguramente hubiera tenido que dejar la facultad. Uno quiere estudiar, pero también tiene que vivir el día a día o ayudar en su casa”. Hoy que ya terminó de cursar y prepara una tesis para graduarse, piensa que es cierto que hay pocos pobres en la universidad, que debería haber muchos más. “Pero la solución no es recortar el presupuesto o los salarios, ni arancelar. Si la universidad no fuera pública y gratuita, yo no podría haber estudiado y hoy estaría limpiando casas.”“Cercanía y gratuidad”De acuerdo con los investigadores del Laboratorio de Políticas Educativas, la creciente presencia en las universidades de alumnos provenientes de sectores carenciados no se correlaciona con la pauperización de la sociedad, sino con la creación de nuevas instituciones en las últimas dos décadas, especialmente en el conurbano bonaerense, el territorio que concentra la mayor cantidad de personas pobres del país.“A los 18 años empecé en la universidad, pero tenía un viaje largo. Volvía a casa a la una de la mañana y a las 5.30 me levantaba para ir a trabajar. Era imposible, no pude seguir. Siempre trabajé de 10 a 12 horas por día”, cuenta Sebastián Lannutti. Recién a los 36 años pudo volver a estudiar, cuando se abrió la Universidad Nacional de Moreno, cerca de su casa: “Gracias a la cercanía y a la gratuidad pude hacerlo”, dice ahora, después de graduarse en Ingeniería Electrónica y convertirse en el primer egresado universitario de su familia.En la Universidad de Moreno, que hoy cuenta con 15.000 alumnos, “el 84% de los estudiantes ingresantes pertenece a los sectores sociales de más bajos ingresos, muy por encima del promedio del sistema”, explica su rector, Hugo Andrade. “Entre los graduados eso también se ve reflejado: aunque hay desgranamiento, el 70% de los egresados viene de los sectores de más bajos ingresos”.Una característica común de las universidades del conurbano es que entre sus alumnos hay una mayoría de personas que son la primera generación de sus familias en alcanzar la educación superior. En el total del sistema público el 47% de los nuevos inscriptos cumple esa condición, mientras que en universidades como las ubicadas en Florencio Varela (Arturo Jauretche), José C. Paz y Merlo (del Oeste), tres populosos distritos bonaerenses, el porcentaje ronda el 75%. Esa característica parece refutar otra frase pronunciada por Milei la semana pasada: “La universidad ha dejado de ser una herramienta de movilidad social para convertirse en un obstáculo para la misma”, dijo. También parecen refutarla los datos oficiales sobre el mayor nivel de ingresos que alcanzan los graduados y la menor tasa de desempleo que sufren. “Todos nuestros egresados logran insertarse en su profesión, hay una demanda muy alta de profesionales en la región”, confirma Andrade.Trabajar y estudiarRocío Villagra es estudiante avanzada del Profesorado de Historia en la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS), asentada en Los Polvorines. Su mamá terminó la escuela primaria y su papá, la secundaria. “Vivo a 15 cuadras de la universidad, voy caminando o en bicicleta. Eso ayuda a que lo pueda sostener”, dice. “Con la beca para ingresantes de la universidad, con la primera ayuda económica que cobré me pude comprar una campera [un abrigo], porque no tenía”. Toda la carrera la hizo trabajando. “En una época trabajaba en Capital [Ciudad de Buenos Aires]. Me levantaba a las cinco de la mañana, tenía muchas horas de viaje y a la tarde llegaba agotada a la universidad. Cuatro años estuve así, me costó mucho”, dice. “Y todo eso se ve en mi rendimiento académico: mis notas de esa época eran bajas, me sacaba 5 o 6, mientras que después, cuando logré trabajar más cerca de casa, mis notas subieron a 8, 9 o 10.” De las 40 materias que incluye el Profesorado de Historia, le falta cursar nueve. No sabe cuánto tardará en aprobarlas porque este año, por la crítica situación económica del país, tuvo que buscar otro empleo y actualmente trabaja de lunes a lunes.Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.

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